jueves, 6 de mayo de 2010

EDITORIAL (EDICIÓN NÚMERO SEIS)

No son épocas fáciles para los periodistas. Desde hace algunos años a esta parte la profesión está en tela de juicio. Desde que en 2003 en el diario “La Nación” uno de sus columnistas le intentó “marcar la cancha” a Néstor Kirchner a horas de su asunción, la pelea entre el Gobierno y la prensa fue una constante. Hubo periodistas desplazados por presiones oficiales y medios discriminados con la pauta publicitaria gubernamental, por mencionar sólo algunos ejemplos. Sin embargo, el enfrentamiento entre el Ejecutivo y el cuarto poder ha dado un paso más. Ahora se ha pasado al escrache público y hasta a la agresión a todo aquel que no piense igual. Y esas prácticas provienen de ambos “bandos”. Todo periodista que opine a favor de los Kirchner es considerado “comprado” por el poder, y todo aquel que no esté de acuerdo con los Kirchner es visto por los “k” como un cipayo del poder económico y sumiso a sus patrones.

Muy probablemente haya algunos comunicadores que, de los dos lados, sean efectivamente aquello de que se los acusa. Pero seguramente la mayoría opina de la forma en que lo hace por convicción. Eso es lo que muchos, quizás la mayoría, de los dirigentes no alcanzan a comprender. Y es razonable que no lo entiendan. ¿Cómo pueden asimilar que una persona tenga un punto de vista ideológicamente de izquierda, de centro o de derecha independientemente de los gobiernos de turno, aquellos políticos que, sin ponerse colorados ni mucho menos, fueron menemistas confesos, luego integraron listas junto al kirchnerismo y ahora coquetean con Duhalde, Reutemann o Solá, sólo por dar un ejemplo?

Lamentablemente, la dirigencia política actual – tanto a nivel nacional como local – dedica más horas de las que debiera a la prensa. Pero no precisamente a responder a las preguntas de los periodistas, sino a analizar qué dijo uno o el otro o a pensar qué hay detrás de lo que sale en cada medio. En lugar de pensar cómo solucionar los errores que éstos hacen públicos, se enojan con los comunicadores que se los señalan, de forma bien o malintencionada.
No se puede desconocer en nuestros días la enorme influencia que los medios tienen en las sociedades, pero tampoco se les debería dar una importancia mayor que la que tienen. Sostener, como hacen algunos dirigentes, que todos los problemas que ellos tienen se deben a la persecución que sufren por parte de la prensa es, de mínima, una exageración.

La intolerancia con el que piensa distinto –en el fondo ese es el problema- no es patrimonio exclusivo de la política nacional, sino que también llegó a nuestra ciudad. La “etiquetación” es cada vez más frecuente y la violencia que ella genera se acerca a niveles peligrosos para una comunidad como la nuestra. Hoy en día algunos creen que es “sinceramiento” adjudicarles a las personas el mote de “radical”, “peronista”, “amarillo” o “verde”, por citar sólo algunos casos de partidos políticos o listas de la Cooperativa. Afirmar eso no es apelar a la sinceridad sino que es prejuzgar para descalificar cualquier opinión. Lo que se intenta, al fin y al cabo, es “taparle la boca” de antemano a los periodistas (y por extensión a los ciudadanos) que tengan capacidad de análisis.

Así como el gobierno nacional insiste en su lógica de polarizar a la sociedad, porque quizás ese sea su negocio, existen en Las Varillas dirigentes y personas que demostraron, finalmente, su enorme intolerancia hacia quienes no están de acuerdo con sus actos. Poco quiere esta gente la “unión de los varillenses”, aunque la declamen frente a los micrófonos por los que a menudo se los puede ver o escuchar.-